27 agosto 2007

El Arte de los Ruidos


MANIFIESTO DEL ARTE DE LOS RUIDOS
Por Luigi Russolo

La vida antigua fue toda silencio. En el siglo diecinueve, con la invención de las máquinas, nació el Ruido. Hoy, el Ruido triunfa y domina soberano sobre la sensibilidad de los hombres. Durante muchos siglos, la vida se desarrolló en silencio o, a lo sumo, en sordina. Los ruidos más fuertes que interrumpían este silencio no eran ni intensos, ni prolongados, ni variados. Ya que, exceptuando los movimientos telúricos, los huracanes, las tempestades, los aludes y las cascadas, la naturaleza es silenciosa.

En esta escasez de ruidos, los primeros sonidos que el hombre pudo extraer de una caña perforada o de una cuerda tensa, asombraron como cosas nuevas y admirables. El sonido fue atribuido por los pueblos primitivos a los dioses, considerado sagrado y reservado a los sacerdotes, que se sirvieron de él para enriquecer el misterio de sus ritos. Nació así la concepción del sonido como cosa en sí, distinta e independiente de la vida, y la música resultó ser un mundo fantástico por encima de la realidad, un mundo inviolable y sagrado. Se comprende con facilidad que semejante concepción de la música estuviera necesariamente abocada a ralentizar el progreso, en comparación con las demás artes. Los mismos Griegos, con su teoría musical matemáticamente sistematizada por Pitágoras, y en base a la cual sólo se admitía el uso de pocos intervalos consonantes, limitaron mucho el campo de la música, haciendo casi imposible la armonía, que ignoraban.

La Edad Media, con las evoluciones y las modificaciones del sistema griego del tatracordo, con el canto gregoriano y con los cantos populares, enriqueció el arte musical, pero siguió considerando el sonido en su transcurso temporal, concepción restringida que duró varios siglos y que volvemos a encontrar ahora en las más complicadas polifonías de los contrapuntistas flamencos. No existía el acorde; el desarrollo de las diversas partes no estaba subordinado al acorde que dichas partes podían producir en su conjunto; la concepción, en fin, de estas partes era horizontal, no vertical. El deseo, la búsqueda y el gusto por la unión simultánea de los diferentes sonidos, o sea, por el acorde (sonido complejo) se manifestaron gradualmente, pasando del acorde perfecto asonante y con pocas disonancias a las complicadas y persistentes disonancias que caracterizan la música contemporánea.

El arte musical buscó y obtuvo en primer lugar la pureza y la dulzura del sonido, luego amalgamó sonidos diferentes, preocupándose sin embargo de acariciar el oído con suaves armonías. Hoy el arte musical, complicándose paulatinamente, persigue amalgamar los sonidos más disonantes, más extraños y más ásperos para el oído. Nos acercamos así cada vez más al sonido-ruido.

Esta evolución de la música es paralela al multiplicarse de las máquinas, que colaboran por todas partes con el hombre. No sólo en las atmósferas fragorosas de las grandes ciudades, sino también en el campo, que hasta ayer fue normalmente silencioso, la máquina ha creado hoy tal variedad y concurrencia de ruidos, que el sonido puro, en su exigüidad y monotonía, ha dejado de suscitar emoción.

Para excitar y exaltar nuestra sensibilidad, la música fue evolucionando hacia la más compleja polifonía y hacia una mayor variedad de timbres o coloridos instrumentales, buscando las más complicadas sucesiones de acordes disonantes y preparando vagamente la creación del RUIDO MUSICAL. Esta evolución hacia el "sonido ruido" no había sido posible hasta ahora. El oído de un hombre del dieciocho no hubiera podido soportar la intensidad inarmónica de ciertos acordes producidos por nuestras orquestas (triplicadas en el número de intérpretes respecto a las de entonces). En cambio, nuestro oído se complace con ellos, pues ya está educado por la vida moderna, tan pródiga en ruidos dispares. Sin embargo, nuestro oído no se da por satisfecho, y reclama emociones acústicas cada vez más amplias.

Por otra parte, el sonido musical está excesivamente limitado en la variedad cualitativa de los timbres. Las orquestas más complicadas se reducen a cuatro o cinco clases de instrumentos, diferentes en el timbre del sonido: instrumentos de cuerda con y sin arco, de viento (metales y maderas), de percusión. De tal manera que la música moderna se debate en este pequeño círculo, esforzándose en vano en crear nuevas variedades de timbres.

Hay que romper este círculo restringido de sonidos puros y conquistar la variedad infinita de los sonidos-ruidos.

Cualquiera reconocerá por lo demás que cada sonido lleva consigo una envoltura de sensaciones ya conocidas y gastadas, que predisponen al receptor al aburrimiento, a pesar del empeño de todos los músicos innovadores. Nosotros los futuristas hemos amado todos profundamente las armonías de los grandes maestros y hemos gozado con ellas. Beethoven y Wagner nos han trastornado los nervios y el corazón durante muchos años. Ahora estamos saciados de ellas y disfrutamos mucho más combinando idealmente los ruidos de tren, de motores de explosión, de carrozas y de muchedumbres vociferantes, que volviendo a escuchar, por ejemplo, la "Heróica" o la "Pastoral".

No podemos contemplar el enorme aparato de fuerzas que representa una orquesta moderna sin sentir la más profunda desilusión ante sus mezquinos resultados acústicos. ¿Conocéis acaso un espectáculo más ridículo que el de veinte hombres obstinados en redoblar el maullido de un violín? Naturalmente todo esto hará chillar a los melómanos y tal vez avivará la atmósfera adormecida de las salas de conciertos. Entremos juntos, como futuristas, en uno de estos hospitales de sonidos anémicos. El primer compás transmite enseguida a vuestro oído el tedio de lo ya escuchado y os hace paladear de antemano el tedio del siguiente compás. Saboreamos así, de compás en compás, dos o tres calidades de tedios genuinos sin dejar de esperar la sensación extraordinaria que nunca llega. Entre tanto, se produce una mezcla repugnante formada por la monotonía de las sensaciones y por la cretina conmoción religiosa de los receptores budísticamente ebrios de repetir por milésima vez su éxtasis más o menos esnob y aprendido. !Fuera! Salgamos, puesto que no podremos frenar por mucho tiempo en nosotros el deseo de crear al fin una nueva realidad musical, con una amplia distribución de bofetadas sonoras, saltando con los pies juntos sobre violines, pianos, contrabajos y órganos gemebundos. !Salgamos!

No se podrá objetar que el ruido es únicamente fuerte y desagradable para el oído. Me parece inútil enumerar todos los ruidos tenues y delicados, que provocan sensaciones acústicas placenteras.

Para convencerse de la sorprendente variedad de ruidos basta con pensar en el fragor del trueno, en los silbidos del viento, en el borboteo de una cascada, en el gorgoteo de un río, en el crepitar de las hojas, en el trote de un caballo que se aleja, en los sobresaltos vacilantes de un carro sobre el empedrado y en la respiración amplia, solemne y blanca de una ciudad nocturna; en todos los ruidos que emiten las fieras y los animales domésticos y en todos los que puede producir la boca del hombre sin hablar o cantar.

Atravesemos una gran capital moderna, con las orejas más atentas que los ojos, y disfrutaremos distinguiendo los reflujos de agua, de aire o de gas en los tubos metálicos, el rugido de los motores que bufan y pulsan con una animalidad indiscutible, el palpitar de las válvulas, el vaivén de los pistones, las estridencias de las sierras mecánicas, los saltos del tranvía sobre los raíles, el restallar de las fustas, el tremolar de los toldos y las banderas. Nos divertiremos orquestando idealmente juntos el estruendo de las persianas de las tiendas, las sacudidas de las puertas, el rumor y el pataleo de las multitudes, los diferentes bullicios de las estaciones, de las fraguas, de las hilanderías, de las tipografías, de las centrales eléctricas y de los ferrocarriles subterráneos.

(...) Nosotros queremos entonar y regular armónica y rítmicamente estos variadísimos ruidos. Entonar los ruidos no quiere decir despojarlos de todos los movimientos y las vibraciones irregulares de tiempo y de intensidad, sino dar un grado o tono a la más fuerte y predominante de estas vibraciones. De hecho, el ruido se diferencia del sonido sólo en tanto que las vibraciones que lo producen son confusas e irregulares, tanto en el tiempo como en la intensidad. Cada ruido tiene un tono, a veces también un acorde que predomina en el conjunto de las vibraciones irregulares. De este característico tono predominante deriva ahora la posibilidad práctica de entonarlo, o sea, de dar a un determinado ruido no un único tono sino una cierta variedad de tonos, sin que pierda su característica, quiero decir, el timbre que lo distingue. Así, algunos ruidos obtenidos con un movimiento rotativo pueden ofrecer una completa escala cromática ascendente o descendente si se aumenta o disminuye la velocidad del movimiento.

Todas las manifestaciones de nuestra vida van acompañadas por el ruido. El ruido es por tanto familiar a nuestro oído, y tiene el poder de remitirnos inmediatamente a la vida misma. Mientras que el sonido, ajeno a la vida, siempre musical, cosa en sí, elemento ocasional no necesario, se ha transformado ya para nuestro oído en lo que representa para el ojo un rostro demasiado conocido, el ruido en cambio, al llegarnos confuso e irregular de la confusión irregular de la vida, nunca se nos revela enteramente y nos reserva innumerables sorpresas. Estamos pues seguros de que escogiendo, coordinando y dominando todos los ruidos, enriqueceremos a los hombres con una nueva voluptuosidad insospechada. Aunque la característica del ruido sea la de remitirnos brutalmente a la vida, el Arte de los ruidos no debe limitarse a una reproducción imitativa. Esta hallará su mayor facultad de emoción en el goce acústico en sí mismo, que la inspiración del artista sabrá extraer de los ruidos combinados.


(Luigi Russolo. Portuagro da Domenico, 7 mayo de 1885-Cerro di Laveno, febrero 1947. En 1910 conoce a Marinetti y se adhiere al futurismo. Participa en la redacción del Manifiesto de los pintores futuristas (1910). A partir de entonces participa en las exposiciones y veladas del grupo. El 11 de marzo de 1913 dedica al músico Balilla Pratella el manifiesto El arte de los ruidos. Con la ayuda del músico y pintor Ugo Piatti realiza una serie de máquinas sonoras denominadas intonarumori (entonaruidos). Tras la publicación del manifiesto abandona la pintura para dedicarse íntegramente a la música. En el Teatro Storchi de Módena (junio de 1913) presenta su primer entonarruido. El 24 de abril de 1914 dirige en el Teatro Dal Verme de Milán el primer Gran concierto futurista para entonarruidos. En junio se presenta en el Coliseum de Londres. En 1916 publica su libro El arte de los ruidos. En junio de 1921 ofrece tres conciertos en el Théatre des Champs Elysées de París. Presenta dos nuevos aparatos sonoros: el Rumorarmonio (1921) y el Arco enarmonico (1925). Estancia en París (1928-1931). En 1932 se traslada a Tarragona y regresa de nuevo a Italia en 1933.)


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